Salgo del portal y siento cómo el aire frío me golpea en la
cara, se cuela entre mi pelo y desciende desde mi cuello hasta mis senos
haciéndome cerrar los ojos y pensar que esto era justo lo que necesitaba. Me
quedo así unos segundos, los necesarios para que mi cuerpo se habitúe a este
nuevo clima y mis pies empiecen a arrastrase calle abajo mientras en mis oídos
retumba la música que sale en esos momentos de los auriculares.
Vago sin rumbo, adentrándome en una calle, abandonando otra,
paseando mis ojos por las distintas estampas que tengo delante pero sin mirar realmente
todo lo que me rodea. Prefiero concentrarme en la música y lo que me provoca: nada. Un
gran vacío que ni siquiera soy capaz de llenar subiendo el volumen hasta que me
vibren los tímpanos.
Mucha gente necesita estar en completo silencio para pensar,
yo lo detesto.
De pronto ahí está lo que tanto tiempo he querido evitar:
nuestra canción. Cuando suenan las primeras notas tengo la misma sensación que
me provocarían mil agujas atravesando despacito cada parte de mi cuerpo. Es
un dolor punzante, sordo, continuo, que se expande en todas direcciones
atrapándome sin que pueda echar a correr. Claro, como si fuera tan fácil
alejarse de una misma.
Pestañeo un par de veces.
Alguien se me queda mirando, preguntándome con los ojos si
me encuentro bien, preocupado.
Otra vez lo he vuelto a hacer. Otra vez esa sonrisa de
suficiencia y la mirada de ‘no pasa nada’ que he ensayado miles de veces frente
al espejo, para parecer segura de lo que estoy diciendo (cuando, en realidad,
no tengo ni puta idea).
Sigo caminando. Intento no pensar. No escuchar. No sentir.
No morirme de frío. No morirme. Y casi lo consigo, porque, ¿sabes?...
No pasa nada,
porque siempre
me pasas tú.
Tú y tu sonrisa de medio lado
y el vacío de tus ojos
que me incita a saltar
una
y otra
vez.
M.
No hay comentarios:
Publicar un comentario