No recuerdo el año exacto en el que conocí a D, lo que si
recuerdo con cada detalle es el momento en el que me senté las sillas de madera
de esa cafetería del Centro Comercial y ella me dio una maceta con flores de
peluche. Fue su primer regalo y, por suerte, no el último.
Conocí a D de esa manera en la que la sientes que la vida te
lleva irremediablemte hacia alguien: de casualidad. Y ha sido una de las
casualidades más bonitas de toda mi vida.
Ha pasado mucho tiempo desde la primera vez que la escuché
hablar con su acento gallego, hemos vivido demasiadas cosas como para
resumirlas todas en una simple entrada de blog. Hemos llorado juntas y por
separado, echándonos de menos y necesitándonos tanto como el aire para respirar.
Hemos reído pegadas al teléfono hasta las tantas de la mañana, y también en los
pocos días al año que podemos encontrar una fecha para vernos y estar juntas.
Nos hemos pedido consejo como mejores amigas, hemos
discutido como hermanas, nos hemos reconciliado como dos personas tan iguales y
diferentes a la vez que no pueden estar la una sin la otra.
No me imagino una vida sin que ella esté conmigo, aunque sea
lejos. Porque D es de esas personas que todo el mundo querría tener en su vida;
espontánea, natural, enfadica, sensible, sincera, divertida, comprensiva, inteligente,
graciosa, cercana. ¿Sabéis? Ojalá ella pudiera verse como yo la veo, desde
fuera y desde dentro a la vez, para darse cuenta de que es una persona
especial. Es de esas personas que brillan tanto que por mucho que a ti se te
apague la luz consigues ver gracias a ella.
Y si algo he aprendido con el paso del tiempo es una cosa:
que pase lo que pase, D siempre va a estar aquí, conmigo, en mí. Porque poco a
poco nos hemos convertido la una en parte de la otra.
Te quiero, pequeña.
María C.
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